El mito del mestizaje y sus implicaciones político-ideológicas

Para el autor, el mestizaje fue planteado como un mito fundacional de la identidad mexicana por la política posrevolucionaria, que incluso erigió tres museos dedicados, cada uno por su parte, a la memoria del mundo indígena, virreinal y el presente mestizo; sin embargo, señala que esta identidad ha traído consigo implicaciones contradictorias en las que el indígena ha sido celebrado como objeto, pero menospreciado como sujeto

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POR TOMÁS PÉREZ VEJO 


El mestizaje es el mito fundacional del México contemporáneo. La historia de un país hijo del encuentro de dos mundos, que había estado dando vueltas al imaginario nacional mexicano casi desde el momento de la independencia, fue convertida por el régimen nacido de la Revolución en base de un proyecto político-ideológico de marcado carácter nacionalista y, como todos los nacionalismos, obsesionado por la identidad.

El punto final a un complejo proceso de construcción nacional en el que el conflicto entre los que soñaban un México español, hijo de la herencia europea, y los que soñaban uno indígena, hijo no tanto de la india como de la prehispánica, que había envenenado la vida pública mexicana durante casi un siglo, encontró respuesta en ni indios ni españoles, sino mexicanos. México como el feliz resultado de la mezcla de dos pueblos y dos culturas con el que Justo Sierra, el influyente ministro de Porfirio Díaz, pareció zanjar la cuestión a principios del siglo XX en Méjico, su evolución social (1900): “los mexicanos somos los hijos de los dos pueblos y de las dos razas; nacimos de la conquista; nuestros orígenes están en la tierra que habitaron los pueblos aborígenes y en el suelo español. Este hecho domina nuestra historia; a él debemos nuestra alma”. Salomónica, también metafísica, solución, elevada por los gobiernos postrevolucionarios a la categoría de política de Estado, eje de su proyecto de nación.

Una afirmación en principio bastante banal. México es una sociedad mestiza como todas las demás de la tierra. Sólo algunos supremacistas y bastantes nacionalistas, aunque estos de forma en general no explícita, se atreven a defender la existencia de razas y culturas puras, buenas, frente a otras que no lo son, malas. Todos, mexicanos y no mexicanos, somos el resultado de la mezcla de razas y culturas distintas, bastaría remontarnos unas cuantas generaciones para encontrarnos con antepasados cuya forma de entender el mundo fue completamente distinta a la nuestra.

Es cierto que, en el caso de México, con algunas peculiaridades. Una de las más visibles, que este intercambio civilizatorio tuvo lugar entre focos de neolitización carentes de relaciones previas y desarrollados en ecosistemas tan diferentes que el intercambio de técnicas y productos, es posible que también de genes, fue de una intensidad desconocida fuera de América.

El número de plantas y animales susceptibles de domesticación parece ser relativamente reducido y nuestros antepasados neolíticos dan la impresión que exploraron todas las posibilidades de sus respectivos ecosistemas. Las especies añadidas después de las distintas revoluciones neolíticas a nuestra agricultura y ganadería son escasas y poco importantes. Los distintos focos de neolitización del mundo euro-asiático-africano habían intercambiado técnicas y productos desde la más remota antigüedad. La llegada de los españoles, a grandes rasgos hijos y herederos de la revolución neolítica de Oriente Medio, a lo que hoy conocemos como México, puso por primera vez en contacto dos focos de neolitización desarrollados en ecosistemas separados por miles de kilómetros de mar y con plantas y animales con posibilidades de domesticación completamente distintos.

El intercambio, como consecuencia, fue intenso, cambiando las dietas, los cultivos y la ganadería de uno y otro lado del Atlántico, en realidad del conjunto del planeta. La pobreza en especies animales susceptibles de domesticación del mundo centroamericano, un neolítico a diferencia del europeo casi exclusivamente agrícola y no ganadero, hizo que los animales viajasen sobre todo de Europa a América. Caballos, vacas, ovejas, cerdos… pasaron en muy pocos años a formar parte del paisaje y de la dieta de los habitantes de lo que después sería México, no en sustitución de especies americanas, sino ocupando espacios vacíos en su ecosistema alimenticio. Más equilibrado fue el intercambio de cultivos, con el maíz, los chiles, el cacao o el tomate viajando hacia el resto del mundo y el trigo, la caña de azúcar, las naranjas o el café haciéndolo en sentido contrario. Sólo el mismo proceso de intercambio de técnicas y conocimientos que se había estado dando desde tiempo inmemorial entre los distintos focos de neolitización del mundo euro-asiático, el que había llevado el arroz desde China al Mediterráneo o el trigo desde Oriente Medio a las mesetas interiores de Asia, con la particularidad de producirse en un lapso de tiempo mucho más breve y con un mucho mayor número de especies y técnicas de cultivo. El fruto de una primera globalización que, por primera vez en la historia de la humanidad, hizo que la Tierra fuera una.

El mestizaje, el gran dilema de México

Pero cuando en México se habla de mestizaje no se está hablando del intercambio de vacas y jitomates sino de algo que tiene que ver con el problema de la raza y con el ser de México como nación. Cuando se afirma que México es un país mestizo lo que se está diciendo es que se trata de un país construido a partir de las mezcla de dos herencias culturales y dos razas y, como consecuencia, con una raza y una cultura distintas de las demás naciones de la tierra. La base de todo nacionalismo étnico-cultural.

La primera afirmación, la del mestizaje cultural, conlleva implícita la idea de que México no forma parte de la civilización occidental o lo forma sólo a medias. Interpretación que ha estado rondando el discurso público mexicano durante mucho tiempo, primero en forma de prehispanismo, la reivindicación de las grandes culturas mesoamericanas como el verdadero origen de México, y después de indigenismo, la reivindicación no sólo de los legados antiguos sino también contemporáneos de las culturas mesoamericanas, según esta interpretación esencia de lo verdaderamente mexicano. Llevará a propuestas como la de Bonfil Batalla, en México profundo, de la imposible coexistencia de dos civilizaciones, la de los indios, mesoamericana y popular, y la de los blancos, occidental y elitista. Era necesario elegir y la opción, dada la perspectiva indigenista y nacionalista de la antropología mexicana, era obvia.

El mestizaje mexicano, visto desde una perspectiva cultural, tiene mucho de resentimiento contra una cultura considerada extraña, occidental y elitista, por eso aparece siempre teñido de una clara coloración indigenista, aunque plagado de ambigüedades, que el discurso museístico de la posrevolución refleja de manera particularmente clara.

El Estado nacido de la Revolución inicia, con la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia en 1939, un proceso de reorganización museística cuyo objetivo último fue representar el relato final y definitivo sobre lo que México era. Fruto de él será la inauguración, entre 1944 y 1964, de tres grandes museos nacionales dedicados uno a la raíz indígena, el Museo Nacional de Antropología, otro a la española, el Museo Nacional del Virreinato, y el tercero a la fusión de ambas, el México mestizo, el Museo Nacional de Historia. Un discurso aparentemente lineal pero complejo y lleno de contradicciones. Para el Museo Nacional de Antropología, la raíz indígena, se construye un edificio nuevo, expresión de lo mejor de la arquitectura contemporánea mexicana, en uno de los laterales de la prolongación del Paseo Reforma, el eje cívico donde, con los monumentos a Cuauhtémoc y la Independencia, el Estado mexicano había escenificado desde mediados del siglo XIX su relato sobre lo que México era; para el Nacional del Virreinato, por el contrario, se recupera un antiguo convento jesuita, excéntrico tanto por su ubicación, en las afueras de la Ciudad de México y muy alejado del eje cívico del Paseo Reforma, como por el propio edificio, igual de impresionante desde el punto de vista arquitectónico, pero expresión de un México que fue pero ya no es. Disimetría todavía más clara en las denominaciones elegidas para uno y otra; la de Nacional del Virreinato delimita su contenido temporal a un periodo histórico concreto, el que corresponde a los tres siglos virreinales, un tiempo concluido y que ni siquiera está claro si es parte de México o sólo un paréntesis en su historia; la de Nacional de Antropología, a un tiempo indefinido, sin principio ni fin, no guarda objetos históricos de un tiempo determinado sino el alma de México, su ser intemporal, prehispánico e indígena.

Una disimetría obvia, que cancela cualquier posibilidad de mestizaje y que el Museo Nacional de Historia corrige de la forma más extraña que quepa suponer. Ubicado en un lugar también especialmente simbólico, el castillo de Chapultepec podría considerarse, por el tipo de objetos que guarda (armas, relojes, indumentaria, muebles, cerámica, joyas, etc.), al menos tan antropológico y etnográfico como el que se encuentra a sus pies en el Paseo Reforma; y por la riqueza de sus fondos virreinales al menos tan del virreinato como el del convento de Tepotzotlán. A diferencia de estos, sin embargo, su objeto es la historia, desde su denominación hasta la forma como son expuestas sus colecciones. Ni el tiempo ahistórico del de Antropología ni el ya concluido del dedicado a las colecciones virreinales, sino el de la historia que forma parte del presente. Los mismos objetos y pinturas que en el del Virreinato son parte de una otredad más o menos difusa, en el Museo Nacional de Historia se convierten en parte fundamental del “nosotros” que nos hace ser lo que somos. La historia empieza con la conquista y es la de los blancos, no la de los indígenas. Raro pero lógico en una mestizofilia en la que los indígenas han sido siempre objeto más que sujeto.

Y esto nos lleva a uno de los asuntos más problemáticos de todos los que tienen que ver con el mito del mestizaje, el más directamente racial, y que cabría resumir en la idea de que lo que define a México como nación es la condición mestiza de sus habitantes. Un problema, el de la raza de los mexicanos, que ha monopolizado el debate político-intelectual del país durante buena parte de sus dos siglos de existencia. Desde la temprana Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarla de Francisco Pimentel, publicada en 1864, hasta el México profundo de Guillermo Bonfil Batalla, de 1987, pasando por un largo etcétera que incluiría a Molina Enríquez, Gamio, Vasconcelos… pocos han sido los pensadores mexicanos que no han caído en la tentación de utilizar categorías raciales para sus análisis y propuestas políticas.

Una especie de obsesión por la raza que está detrás de fenómenos tan aparentemente dispares, incluso contrapuestos, como las políticas de blanqueamiento decimonónicas, la xenofobia o xenofilia contra unos u otros grupos étnico-culturales (españoles, chinos, libaneses…), la mestizofilia posrevolucionaria, la siempre presente pulsión indigenista del relato de nación mexicano o el no menos persistente racismo antiindígena de la cultura popular. Todos parte de lógicas de comprensión e interpretación del mundo directamente relacionadas y cuya alargada sombra se sigue proyectando sobre nuestro presente.

En el origen, un problema al que las ciencias sociales no han prestado la atención que sin duda merece: el de las dificultades para la igualdad en sociedades multirraciales. Un problema inexistente en las sociedades de Antiguo Régimen, basadas en la desigualdad funcional y de derechos, pero ineludible en el orden político liberal. La Francia revolucionara declara la igualdad de derechos y, a pesar de la pretensión de los nobles de descender de los francos frente a los campesinos galo-romanos, no sólo en la Nueva España existían privilegios justificados en el origen étnico, ninguna diferencia visible distingue a unos de otros; el México independiente hace lo mismo, pero blancos, negros e indios seguían llevando, a pesar de las leyes, la marca de la diferenciación étnica en la cara. Un problema que las sociedades latinoamericanas, las primeras multirraciales de la historia de la humanidad, intentaron solucionar con políticas de homogeneización racial, desde las búsqueda del blanqueamiento favoreciendo la llegada de emigrantes europeos, una especie de genocidio blando, a la exaltación del mestizaje como ideal deseable.

Opción esta última que fue, como ya he dicho, la del México postrevolucionario. Una apuesta valiente y arriesgada, que debe de ser valorada en función del mundo en el que tuvo lugar, el de las primeras décadas del siglo XX, con la pureza racial elevada a la categoría de bien supremo y el mestizaje como sinónimo de degeneración. Tiene, sin embargo, problemas que el tiempo no ha
hecho sino acentuar. El principal, que no deja de seguir siendo una categoría racial, la alargada sombra de un nacionalismo incapaz de entender que un Estado es una comunidad de ciudadanos, cuya legitimidad descansa en su capacidad para garantizar los derechos de quienes forman parte de él y un razonable reparto de recursos y servicios, no en la entelequia de los intereses de una comunidad imaginaria definida por la raza y/o cultura.

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